El momento en que descubrí la literatura y pensé que si no era cineasta iba a terminar escribiendo, fue con La Ciudad y Los Perros de Mario Vargas Llosa.
Estaba en quinto de media. Y cuando hice esa película fue el real comienzo de mi carrera de cineasta.
Un viejo millonario, amargado, racista, encerrado en una casa preciosa, solicita una enfermera. Llega una joven mestiza, muy pobre. El choque de estos extremos se desarrolla en Amelia, la nueva cinta de Francisco Lombardi.
Lunes 3 de diciembre, son cerca de las 6 de la tarde y ha terminado el primer día de rodaje de Amelia. El cineasta tacneño tiene los ojos rojos, luce extenuado, pero asegura que “siempre hay un poquito de maripositas en el estómago”. Después de cuatro años, el director de La boca del lobo vuelve.
Regreso que coincide con el galardón que recibió esta semana: el premio Southern-Perú 2018, de esta empresa y la Pontificia Universidad Católica del Perú, en “reconocimiento a su extraordinario aporte al arte cinematográfico peruano”.
El cine es su universo. De niño, iba al Colón y Municipal, en Tacna. Llegó a Lima y fue asiduo a las salas Tauro, Metro, Le París, Lido y Colón. A través del cine conoció las ciudades, reconoció a su país y, en sus palabras, le dio lucidez. El cine es su pequeño milagro.
Asegura que no hace películas muy seguido por problemas de financiamiento. ¿Por qué emprender una nueva aventura?
Por mí yo estaría rodando películas permanentemente. Como este filme no tiene una posibilidad comercial muy clara, es más un deseo y necesidad personal de decir algo que está dando vueltas.
¿Es la misma necesidad de hace 41 años, cuando empezó su carrera?
No es igual. Cuando hice mi primera película, Muerte al amanecer, ni siquiera sentía que estaba preparado para hacer un filme. Cuando empecé a hacer cine, en el Perú no había cine. Pero surgió de manera milagrosa un productor, que era un cuñado mío con una fortuna personal y que también tenía la ilusión de hacer películas. Cuando hice ese primer filme, experimenté miedo, inseguridad y una sensación de poder. No tiene nada que ver con lo que es ahora, que es algo mucho más íntimo, personal y espiritual.
¿Podemos afirmar que en los últimos 20 años el cine de Lombardi es más íntimo, personal y espiritual?
Sí, claro, corresponden a una etapa más consciente. Pero el cine me emociona desde que era niño. Empecé a ser cinéfilo desde que tenía siete u ocho años.
¿Cómo serlo a tan temprana edad?
Yo viví en Tacna, cuando era una ciudad pequeñita, silenciosa. Ir al cine era descubrir un universo diferente, el mundo de la fantasía. Veía mucho las letritas al final, porque decía: “En algún momento voy a estar ahí”.
¿Qué heredó de la familia?
Mi padre era un lector que tuvo siempre ambiciones de escribir. Era un hombre sabio.
Llevar al cine libros como La ciudad y los perros fue una forma de rendirle tributo al gran lector que fue su padre.
Cuando llegué a Lima, cada semana mi padre me pasaba una novela. Pero el momento en que descubrí la literatura y pensé que si no era cineasta iba a terminar escribiendo, fue con La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa. Estaba en quinto de media y hallé que la literatura era una cosa mucho más cercana. Y cuando hice esa película fue el real comienzo de mi carrera de cineasta.
Cuentos inmorales cumple 40 años y La boca del lobo, 30. ¿Qué le deja el cine?
Me ha dado la sensación de que mi vida ha tenido un sentido y que de alguna u otra forma no me equivoqué al dedicarle toda mi energía a eso.
¿Le preocupa hacer un filme masivo?
Me encantaría, pero han cambiado las cosas para mal. La cultura del multicinema es la cultura de ir a comer al cine. Antes en Lima, en los cines comerciales se estrenaban cintas de Bergman, Antonioni. Sin embargo, siempre he intentado hacer películas que puedan ser consumidas por un espectador habitual, no necesariamente por un cinéfilo. Pero el público ha cambiado.
Lombardi también.
Pero creo que mucho más ha cambiado el público que yo.
¿Y está bien que no haya cambiado tanto?
Siempre he buscado no traicionarme, no hacer películas que yo no quiera hacer. He hecho 17 filmes. Tres cintas no fueron una iniciativa mía, las hice ‘por encargo’. Muerte de un magnate, No se lo digas a nadie y Pantaleón y las visitadoras. En la segunda, dudé bastante, pero resultó un tremendo éxito. Fue la película con la que más dinero pude ganar.
¿Y el fútbol cómo se coló?
Mi papá me llevaba a ver al Bolognesi. Su gran rival era el Alfonso Ugarte, que nos venía ganando. Cristal llegó a Tacna y le metió una goleada al Ugarte. Entonces, me hice hincha del Cristal. Yo tendría unos ocho años. Cuando vine a Lima, una de las primeras cosas que hice fue hacerme socio del club. Años más tarde tuve la suerte de ser presidente en el 94, 95, 96 y 97, la época dorada: fuimos tricampeones y llegamos a la final de la Copa Libertadores.
¿Un filme que incluya al fútbol como motivo es la cinta que le falta hacer?
No. La que tengo en la cabeza, pero no tiene cara, es una que tiene que ver con la violencia en el Perú, con Sendero. Aún no se ha hecho la gran película sobre esa etapa de la historia. Me gustaría entrar en la cabeza del monstruo.
A los 69 años de edad, ¿qué le falta hacer?
Vivo una vida bastante más retirada. Dedicado a la lectura, a pensar mis proyectos y tratar de pasar esta etapa de la vida que no es tan bonita: no puedo correr, no se puede comer como comía. Todas esas pequeñas desgracias de la edad. Dentro de esas limitaciones, no tengo motivo para quejarme. Me gustaba el cine, pude hacer películas; me gustaba el fútbol, fui presidente del equipo que soy hincha. Quizá lo único de qué quejarme sería no haber aportado a que esta sociedad sea un poco más justa.
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